Dentro de los tópicos habituales en el
mundo del baloncesto por parte de los aficionados añejos, a los que
más justamente hay que considerar ex-aficionados, debido a que no
siguen el baloncesto actual más allá de unos eventos muy concretos
(un Eurobasket, una Final Four de Euroliga, unas finales de NBA...)
está el de mantener en su memoria a Bill Laimbeer en una posición
estática e injusta en la historia de este deporte como un simple
pívot mamporrero en la pintura de los Detroit Pistons de la segunda
década de los 80, uno de los equipos, por otro lado, más
fascinantes de todos los tiempos. Me atrevería a decir incluso que
no ha habido un equipo en la historia que sin desplegar un juego que
podríamos considerar brillante, y que de hecho a los ojos de hoy
resulta caduco hasta límites absurdos (y aquí tengo que enfrentar a
la realidad a ese ex-aficionado prisionero de la nostalgia recalcando
que aquellos Pistons de Chuck Daly que ganaron dos anillos a finales
de los 80 a duras penas podría ser equipo de play offs en la NBA
actual) que haya sido capaz de generar tantos adeptos, devoción y
culto. Y es que aquellos Detroit contaban con un talento muy limitado
en unas contadas piezas exteriores, evidentemente Thomas y Dumars,
más Vinnie Johnson desde el banquillo y en el alero primero un
Dantley que con años a cuestas seguía siendo pura clase, y luego un
Aguirre cuyo traspaso por el citado Dantley en febrero del 89 es
clave para entender como la franquicia de la MoTown subió ese último
peldaño que le faltaba para ser campeones de la NBA. Pero más allá
del talento individual, de la capacidad de producir y generar juego,
aquella banda de maravillosos macarras desplegaba un encanto
seductor, un carisma peligroso y salvaje como el que puede percibirse
con el Grupo Salvaje de Sam Peckinpah caminando hacia el cuartel del
general Mapache con esa mezcla de nihilismo y pachorra. O mejor
todavía y de manera más prosaíca, más canchera, era como si el
equipo de hockey hielo de los Baltimore Chiefs que George Roy Hill
había dibujado en la despiporrante “El castañazo” se hubiera
hecho realidad, pero trasladada a la NBA.
En ese ecosistema pendenciero
callejero, de una violencia casi amable, como la del niño que vuelve
a casa sangrando porque ha tenido una pelea con el matón del barrio
y el padre lejos de reprobarle reconoce orgulloso que un episodio así
no contribuye a otra cosa que a aprender y a madurar en eso que
entendemos como “la vida”, la figura de Laimbeer encaja como un
guante, como el chulo más fino dentro de una pandilla de
desarrapados, para empezar porque, claro, y esto es fundamental,
Laimbeer lejos de ser un macarra curtido en las calles, un
superviviente de callejones oscuros y esquinas en las que brillaba el
reflejo de una navaja, era lo que vulgarmente podemos entender como
un “niño pijo”. Conocida es su frase “yo soy el único jugador
de la NBA cuyo padre gana más que él”. Para el lector que
desconozca el motivo, hay que recordar que el padre de Bill, William
Laimbeer Sr, era un alto ejecutivo de la Owens-Illinois Inc., la
mayor compañía de producción de envases de vidrio del mundo. Un
millonario no obstante lo suficientemente demócrata y liberal como
para que su hijo pudiera labrase su propio camino en las canchas sin
que nadie le regalase nada. Pero ese origen feliz y acomodado de
Laimbeer da mayor mérito si cabe a su adhesión a un baloncesto
labrado a golpes, sin que pudiera haber mayor contraste con su líder,
aquel demonio llamado Isiah Thomas que creció en el West Side de
Chicago, uno de los barrios más pobres y conflictivos de la ciudad
de Illinois, donde las pandillas acechaban constantemente para
reclutar aquellos chavales a los que lo único que se les ofrecía
era el “o con nosotros o contra nosotros”. En la biografía de
Thomas se relata el escalofriante suceso de aquella noche de 1966,
cuando la banda conocida como los Vice Lords se presentó con 25 de
sus principales miembros en la casa de Mary Thomas (el padre había
abandonado a la familia, otro desgraciado tópico de la NBA que
emparenta a Thomas con genios posteriores del tamaño de LeBron
James) para llevar a sus filas a alguno, o algunos, de los siete
hijos varones de la señora Thomas, entre los que se encontraba el
pequeño Isiah. Y de hecho algunos sucumbieron y se arrojaron a aquel
mundo cruento de las calles en las que se vieron manejando con la
misma facilidad un revolver que una jeringuilla. Thomas significaba
en ese aspecto el ejemplo de superación, de salvación a través del
baloncesto, una salvación que Laimbeer, quien disfrutaba de una
plácida infancia y mejor educación posible en el tranquilo barrio
de Clarendon Hills, a las afueras de, también Chicago, nunca
necesitó.
Bill Laimbeer pudo haberse dedicado a
cualquier cosa que le hubiese apetecido con la tranquilidad del
colchón financiero familiar, sabedor de que siempre tendría una
vuelta atrás, un “reset” frívolo que se pueden permitir quienes
juguetean pero no arriesgan. Pero su camino estaba en las canchas, y
por duro que fuese nada le iba a impedir llegar a la élite,
labrándose una carrera en la que absolutamente nada tenía que ver
la posición de su padre. La cancha no engaña. En el instituto de
Palos Verdes, California, una vez mudada la familia allí, empezó a
hacerse un muy pequeño nombre. Una foto en blanco y negro con penosa
resolución y Laimbeer realizando un tiro en suspensión es el único
documento que permanece en las hemerotecas para quien intente
discernir como era el Laimbeer jugador de baloncesto adolescente.
Notre Dame, en Indiana, estado de puro baloncesto, sería su elección
universitaria, no sin dificultades. Fuera del equipo tras su primer
año, tuvo que pasar dos semestres en el Owens Technical College de
Toledo, Ohio, antes de ser readmitido con los Fighting Irish, un
“college” que por aquellos finales de los 70 era de los más
potentes de la NCAA, de hecho Laimbeer llegó a disputar la Final
Four por el título de 1978 (la primera en la historia para los de
Indiana) que finalmente se llevó el Kentucky entrenado por Joe
B.Hill y con jugadores como Rick Robey, número 3 del draft de aquel
año o Jack Givens como principales figuras (además de un tal Mike
Phillips de enorme recuerdo posterior para el baloncesto español) La
estadística oficial deja unas medias de 7.4 puntos y 6.3 rebotes en
su etapa universitaria saliendo desde el banquillo. Números nada
llamativos que le hacen caer a la tercera ronda del draft de 1979 (el
de “Magic” Johnson... y su compañero Vinnie Johnson) elegido por
Cleveland con el número 65 por detrás de un buen número de
jugadores con una evidente peor carrera posterior. La perspectiva era
tan poco halagueña que, como muchos otros jugadores de recuerdo
indeleble (Kurt Rambis en Grecia por ejemplo) decide empezar su
carrera profesional en Europa antes de dar el salto a la NBA. El
recién ascendido Pinti Inox Brescia de la Lega italiana fue el
destino elegido después de ser descartado por otros equipos, como
por ejemplo el Barcelona. Un joven proyecto donde desarrollar su
baloncesto sin presión alguna. Tan joven era aquel proyecto que como
tercer entrenador contaban con un chaval de 18 años de la propia
ciudad lombarda loco y enamorado del deporte de la canasta. ¿Su
nombre? Sergio Scariolo. Aquel equipo debutante llega contra
pronóstico a disputar los play offs por el título ante el
intratable Varese de Bob Morse y Dino Meneghin. Laimbeer deja unas
medias de 21.1 puntos y 12.5 rebotes que intuyen un potencial a punto
de liberarse, e incluso más importante, para un chaval de 22 años,
la prueba de madurez de jugar en otro país, otro continente, otra
cultura.
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Un año feliz en Italia. |
Vuelta a Estados Unidos donde Cleveland
le espera, un equipo con pocas aspiraciones en aquellos primeros 80 y
donde no tarda en hacerse titular y un jugador básico en los
esquemas de los hasta cuatro entrenadores que llega a tener en apenas
temporada y media en la franquicia de Ohio, tan convulso e inestable
era el panorama en aquellos Cavs. Entre aquellos técnicos se
encontraba quien acabaría siendo figura clave en su carrera, un
Chuck Daly despedido en marzo de 1982 después de un pobre balance de
9 victorias por 32 derrotas. Laimbeer no pudo lamentar aquel despido
ya que él mismo un mes antes salía de Cleveland en el trade que
cambiaría todo en su carrera. La noche del 16 de Febrero de 1982 y
sólo 15 minutos antes del cierre de mercado de traspasos en la NBA,
Detroit y Cleveland llegaban a un acuerdo por el que los de Ohio
recibían a Phil Hubbard, Paul Mokeski y las dos primeras rondas del
próximo draft a cambio de Laimbeer y Kenny Carr, quienes hacían las
maletas rumbo a la MoTown. El gran nombre parecía el de Carr, con
sus imponentes15.2 puntos y 10.3 rebotes por partido. Pero revisando
la hemeroteca las declaraciones del general manager de Detroit por
aquel entonces, Jack McCloskey, son absolutamente reveladoras. El
objetivo del traspaso era hacerse con Laimbeer, pese a presentar unas
medias prácticamente la mitad en puntos y rebotes que Carr.
Anticipando todo lo que iríamos viendo posteriormente con la
irrupción de la estadística avanzada en el mundo del baloncesto,
McCloskey reveló que manejaba una particular estadística con diez
apartados distintos con valoraciones del 1 al 10 en las que había
que sumar un total por encima del 80. Laimbeer pasó aquella peculiar
prueba, más allá de que no pareciese un gran anotador o reboteador.
30 años después de aquel movimiento McCloskey recordaba que le
había llevado a lanzarse a por Bill: "Lo vi jugar cuando
jugamos contra Cleveland. Les ganamos bastante bien esa noche, pero
lo vi competir hasta que se pitó el último silbato. Nosotros no
teníamos demasiados tipos grandes entonces y tenía que tratar de
atraparlo. No tenía un juego de pies elegante ni nada de eso, pero
quería ganar". El resto sería historia para una MoTown que
vivía ilusionada aquel 1982 el año rookie de Isiah Thomas y que dos
años después vería el reencuentro de Daly con Laimbeer. Fichado en
el verano de 1984 por Jack McCloskey, arquitecto en la sombra de los
“Bad Boys”, el mítico entrenador reconocería en 1995 que el
mensaje que le lanzó el GM era claro: había que hacer algo nuevo,
especial, distinto, con la defensa. Daly reconocería que no tenía
claro que era aquello nuevo que podía hacer y lo buscó no en la
defensa, si no en el ataque. Bajando el ritmo de los partidos y
alargando las posesiones, mientras la mayoría de los equipos
buscaban el aro rival en el menor tiempo posible aquellos Pistons
mecidos por la mano de Thomas especularían con el reloj de posesión
sin el mínimo descaro. Parecía un pecado mortal para la mejor liga
de baloncesto del mundo, un espectáculo congratulado en que el
consumidor no pudiera siquiera pestañear. Y sin embargo aquello que
pudiera parecer una afrenta al entretenimiento dejó algunas de las
temporadas más vibrantes de la historia de la NBA.
En ese contexto gran parte de la
memoria colectiva sigue empeñada en recordar a Laimbeer como apenas
un mamporrero, una figura más próxima al pressing catch que al
baloncesto junto a su compañero de la zona, aquel Rick Mahorn quien
si era un jugador limitado y con la defensa y neutralización del
rival como principal valor. Pero en Laimbeer había mucho más.
Los 619 triples intentados en sus 15
años de carrera NBA parecen una broma en el baloncesto actual, pero
Laimbeer aterriza en una liga que había instaurado la línea de la
larga distancia sólo un año antes. Si el intento triple era un
recurso muy secundario, una alternativa exterior cuando se cerraban
las vías habituales del bloqueo y continuación para finalizar lo
más cerca del aro posible, o una bala desesperada buscando épicas
remontadas, verlo en manos de un cinco se convertía en auténtico
anatema. Laimbeer fue pionero como pívot tirador. Más allá de sus
números en la larga distancia, débiles si se confrontan con el
panorama actual pero voluptuosos en aquellos primeros años del
triple, hay que reconocer el empeño del jugador en abrir una vía
que parecía vetada a los hombres altos. En aquel baloncesto de
cloroformo que imponía Daly, Laimbeer sabía encontrar su momento en
la cabecera exterior desde donde ejecutaría con la larga distancia o
incluso ayudaría a la circulación del balón. Sin ser un pívot
especialmente dotado y habilidoso en el pase y a sideral distancia de
esos bases en cuerpo de pívots que hemos visto desde Arvidas Sabonis
hasta Nikola Jokic, Laimbeer era un jugador dotado de eso que se
conoce como “IQ” baloncestístico, conocimiento y sentido del
juego, hasta el punto de ser el tercer generador de juego principal
de los ataques estáticos de Detroit por detrás de Thomas y Dumars.
Algo de aquello debía haber pergeñado en su momento McCloskey en su
particular escala estadística cuando tuvo claro que hacerse con
Laimbeer iba a dar al juego de su equipo una dimensión superior.
Aquellos años gloriosos de los Pistons, concretados principalmente
en el periodo 1986-90, o alargado incluso al 91 pese a ser barridos
por los tiránicos Bulls de Jordan en las finales de conferencia,
saldados con cinco finales de conferencia, tres finales por el título
de campeones, y dos conquistas del anillo, no se pueden entender sin
la figura de un Laimbeer que lejos de la exuberancia física de los
Ewing, Robinson u Olajuwon llegó a estirar su record de partidos
consecutivos en 685, una de las mayores rachas de la historia, y
durante el periodo de 1982 a 1990 no hubo ningún jugador que
capturase más rebotes defensivos que él, en una década dominada
por pívots de la calidad de los tres citados anteriormente.
Encasillar a Laimbeer como un mero jugador defensivo siempre al borde
de la legalidad es una injusticia atroz, y propia, en todo caso, de
quienes tienen una mirada sobre este deporte muy limitada.
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Daly, el mentor. |
Y es que se trata de reconocer a
Laimbeer mucho más allá de ese nostálgico cromo ochentero y
otorgarle su papel en la historia de este deporte. Reconocer ese
referido “IQ” que años después hemos visto trasladado a los
banquillos, convirtiéndose, y no es gratuíta la afirmación, en uno
de los mejores entrenadores de la historia de la WNBA.
Hace 20 años Laimbeer volvía al
Palace de Auburn Hills para sentarse en el banquillo del joven
proyecto de baloncesto femenino en la ciudad del motor, las Detroit
Shock, primero como asistente de Greg Williams, a quien releva en
2002 para convertir a aquel equipo en uno de los mejores de la
competición, apoyado en su viejo compinche de la zona como ayudante,
el bueno de Rick Mahorn. Por mucho que pudiera parecer una de las
parejas más bizarras jamás vistas en un banquillo la trayectoria es
absolutamente espectacular. Tres títulos de campeonas en seis
temporadas completas de Laimbeer (el primero en 2003 todavía sin
Mahorn) reflejan un dominio incontestable, lo que se entiende como
una dinastía. Posteriormente cinco temporadas con las New York
Liberty, con dos finales de conferencia como mayores logros, y sus
últimos cursos en Las Vegas Aces a quienes ha hecho campeonas Becky
Hammon, le confirman como uno de los grandes nombres del baloncesto
femenino estadounidense. Gloria absoluta para una Hammon quien en su
primera temporada como entrenadora principal se ha estrenado con el
título, pero justo es reconocer el crecimiento experimentado por la
franquicia de Las Vegas de la mano de Laimbeer, llevándolas a las
segundas finales de su historia en 2020 (las primeras habían sido en
2008, cayendo precisamente ante las Detroit de Laimbeer) A sus 65
años, y habiendo dejado el banquillo de Las Vegas la pasada
primavera (y siendo uno de los principales valedores para que Becky
Hammon le relevase), el mítico ex-jugador y entrenador anunciaba que
no entraba en sus planes volver a entrenar. Toca dedicarse a su
familia y su granja de Michigan, buscando una paz inconcebible en sus
años de ardor guerrero protegiendo el aro de Detroit. Cuesta
imaginarse al bueno de Bill plantando unos pepinos en una huerta o
acariciando el lomo de un caballo, o cualquier otra bucólica
actividad propia de una granja del midwest norteamericano, pero lo
cierto es que, y este era el objetivo de estas líneas, más allá
del cliché del Laimbeer soltando puños y codos, nos encontramos
ante un hombre de baloncesto con una inteligencia y clarividencia
tales como para lidiar con las aristas de su juego y potenciar sus
virtudes que iban más allá del trabajo en cancha propia y se
traducían en fecunda producción ofensiva para su equipo. Un jugador
a su manera único en una época y en un equipo igualmente únicos en
la NBA. El único equipo que consiguió transformar la fealdad, la
acritud del juego, en algo fascinante que pudiera sumar cientos de
miles de adeptos para su causa por todo el globo terráqueo. Un
hombre de baloncesto.
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...y la gloria como entrenador. |